De máquinas y mutantes… y archivos escalofriantes…

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Por Catalina Tonacca

“Mientras Luka y Lora intentan sobreponerse al impacto que les ha provocado salir del refugio, para encontrarse sumergidos dentro de una marea verde, putrefacta e inquietantemente desconocida, comienza a pasar por sus cabezas la terrorífica idea de que sólo están viendo la punta del iceberg… Sí la explosión nuclear ha causado dantescos efectos en los humanos, ¿Qué habrá pasado con los animales? ¿Andarán vagando por el Santiago mega atómico quiltros de dos cabezas, tiple corrida de dientes y mordida descuartizante? ¡Las aves! ¡Oh no, las aves! Hitchcock ya lo advirtió en “Los pájaros”…Tal vez palomas merodean buscando ya no migas de pan, sino sesos derramados por las plazas, calles, techos…El país es tierra de nadie; Corrijo, es tierra de zombis.

Luka y Lora piensan en esto, pero no se atreven a mencionarlo, al menos no todavía…Cómo el viejo juego de Candyman, tal vez si lo repiten tres veces, pueden realmente aparecer nuevos y mutados seres, con quien sabe qué mañas, o hambrientos de quién sabe qué presa humana. Lo que Luka y Lora aún ni siquiera imaginan, es el efecto siniestro que la radiación ha causado en las máquinas…Si, ¡En las máquinas! ¿Y por qué no? Están hechas de átomos, también…

Las primeras alarmas se encienden en el mall, no tan lejano a la escuela donde han estado escondidos los chicos: una máquina, de esas que te entregan bebidas a cambio de monedas, ha demostrado adquirir sentimientos malditos, al disparar latas de gaseosas, cual mísiles, las que por cierto también han cambiado su composición, reventando en el piso y formando pantanos azucarados, de corrosiva absorción, despellejando aún más a ciertos fiambres desprevenidos que han resbalado y caído en burbujeantes charcos.

Los cajeros automáticos son otro ejemplo de mecánica y programática crueldad: Ante el desastre, miles de personas corrieron- tarjeta o martillo en mano, en casos así, no importan las formas- a buscar el dinero necesario para escapar del país nuclear, pero no contaban con que la mutación se adelantó a sus intenciones y bastó con que solo se acercaran para ser absorbidos y convertidos en billetes de baja denominación, usados por nadie, pues los zombis no usan dinero. Si quieren algo, lo toman y listo.

El transporte público tampoco ha escapado a esta transformación, aunque las cosas no eran tan distintas antes del desastre: empujones, manotazos y una multitud colgándose de cada micro o vagón del metro que se acercaba, eran pan de cada día. A este dantesco panorama, hoy por hoy, debemos añadir que los torniquetes se han convertido en moledoras de carnes: Intenta pasar y te arrebatarán una pierna, un brazo o tal vez ambos.

Así, el viejo Santiago se ha convertido en un campo minado, dominado por zombis y por toda clase de peligros corregidos y mejorados, destinados para acabar con cualquier rastro de cordura, coherencia y humanidad, de la verdadera.

 

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